No
dejaba de mirarla. Amelia se afanaba en dibujar líneas sobre la tierra. Ya
tenía hecho un gran cuadrado y ahora iba y venía, cargando pequeñas piedras.
Álvaro la veía como una hormiguita transportando migas hacia el hormiguero. La
tarde era templada; los rayos acariciaban sus piernas mientras las hojas
otoñales se arremolinaban en el suelo.
Cuando terminó su construcción, la niña se quedó
inmóvil, contemplándola, absorta en otro mundo. El anciano, curioso, se levantó
y avanzó hacia ella con paso vacilante.
A lo lejos, una mujer llamó a la
niña. Amelia se despidió de Álvaro corriendo, no sin antes asegurarse de que él
se comprometía a custodiar las líneas. Cuando se quedó solo, sonrió. Se
sorprendió a sí mismo siendo cómplice de la imaginación de una niña. “¡Caray!,
cosas de niños”, pensó.
No conforme con esto, con un pie
rompió la barrera de piedrecitas hasta dejar una calle abierta en la construcción.
Dudó un instante, pero al final se marchó a casa. Ya atardecía y el frío
entumecía sus articulaciones.
El anciano se incorporó sobresaltado.
Recordó las palabras de Amelia. Corrió a su habitación, perseguido por
preguntas que brotaban en cascada. Las esquivó, una tras otra, y buscó a toda
prisa una caja. Encontró una, llena de recuerdos. La vació y, con total
concentración, fue encerrando en ella todas esas líneas interrogantes que lo
mortificaban. Cuando cerró la tapa, su cabeza volvió a llenarse de silencio.
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